14/4/09

El Bien 3

Amelia no cerró la puerta de la cocina, huye escaleras abajo. No tuvo tiempo de cambiarse la bata de dormir, la voz en su interior le dijo que debía escapar. Y no importa. Tiene que alejarse, llegar a la planta baja. Tras ella se mueven los pies nerviosos de un hombre con un único pensamiento: ella no debe continuar. Ha logrado dejar atrás 3 pisos, aún quedan 4 más. El pasamano y los escalones están húmedos. En una ciudad como esta el rocío perturba las calles, las escaleras por donde huyen mujeres antes del desayuno. El rocío es pendenciero y provoca que Amelia resbale, el pie contra el cristal de una puerta. Del otro lado están el ladrido de un perro, su sombra y la del dueño. Podría pedirle que le deje entrar hasta que pase el mal momento. El dueño del perro acerca la nariz al cristal: una mujer recuperándose de la caída. Podría dejarle entrar. Pero la experiencia le advierte que a esta mujer se le deja seguir cuando va corriendo. En un par de segundos la mano del perseguidor estará sobre los cabellos de Amelia, la arrastrará de regreso a su cómoda habitación. La única oportunidad está en uno de los apartamentos. Y no hay respuesta. Insiste en otro. Los pasos del hombre se escuchan con nitidez. Una puerta se abre. Es la vecina nueva. - Me llamo Amelia, y estoy huyendo. De eso ya se percató la muchacha, sumamente delgada para la opinión de Amelia, pero eso no importa. Quiere que se relaje, la ayuda a sentarse en un bello sofá mientras prepara té. Afuera está la voz del hombre, le advierte que no sabe lo que hace, lo mejor es que regrese a conversar con calma. Ella sonríe. Ha dicho eso tantas veces…su salvadora está dentro, parece que están solas. Son lindos los cuadros en la pared; y el sofá. La taza de té va a dar contra el piso que en seguida se colorea de amarillo acuoso. Las manos de la salvadora aún tiemblan cuando entra a la sala. No se equivocó, fue un disparo. La puerta está cerrada, las ventanas cerradas. Nadie ha entrado. ¿Y ella? ¿Dónde está Amelia? Se acerca al sofá. Es un mueble muy hermoso, pensó cuando lo compró; pero no encuentra a su vecina sentada en él. Amelia está en el suelo, navegando en el rojo acuoso, la bata de dormir entreabierta, humedeciéndose lentamente. El timbre de la puerta no deja de sonar.

15/1/09

con la mano izquierda



la muerte está en la nube que es blanca
y roza sin querer la antena del televisor
en la azotea donde fornican los gatos
y revolotean las palomas que llenan de mugre
nuestras vidas
por eso la gente necesita sentarse
cada noche frente al televisor
por eso tal vez
estén prohibidas algunas antenas
para ver la muerte de otros
para no ver la vida de
otros. Igual la muerte continúa prendida
a las gotas de agua
y se escurre entre las tuberías verdes
donde pegamos las bocas para beber
alimentarnos
del agua nace la vida
y bebemos sin contención
nunca es suficiente para mantenernos vivos
jóvenes
nunca será suficiente toda la muerte
que bebamos
será la droga que alimente los globitos
rojos en las venas
en las manos de los niños alegres e
imprudentes: los globos que fabrican
ahora tienen más resistencia
Eso hace que los niños
crean que no podrán morir entre las ruedas
de un auto
los niños son tan resistentes como los globos
Incluso si tienen cáncer
entonces les hacen posar ante las cámaras
de televisión
promoviendo las ideas de otros
la culpa no es de nadie
Es solo un truco de la muerte
que necesita volver a las azoteas
donde fornican los gatos
prenderse a las antenas para saltar
hacia alguna nube blanca
donde se está mejor

19/9/08

amando a la habana


El amor a La Habana es un sentimiento que, me atrevería a asegurar, comparte la totalidad de los cubanos e, incluso, muchos que no lo son.


                       

                                                                   
La ciudad es casi un mito para quienes aún no la conocen, un extraño recuerdo para quienes han decidido bañarse de sol y encontraron misteriosas luces, ajenas al luminoso cielo del Caribe.                 

Si se tiene la suerte de nacer en ella, de vivirla, resulta casi una agonía cuando – por diferentes motivos – no podemos caminar bajo sus balcones, entre las maternales columnas, admirando la sinfonía de estilos arquitectónicos - sepamos reconocerlos o no.







¿Y cuál es el mejor sitio para sentarnos a olvidar lo duro del día, para hacer planes, soñar, raptar la única brisa que salpica el litoral, y hasta para besar a alguien por primera vez? Sí, ya sabemos que San Cristóbal sería otra sin el mar y su muro guardián.


                                                   


Pero también sería otra La Habana sin esa gente que viene de todos los sitios del país dando un pasito más para acercarse a sus sueños, esos sueños que han ido alimentando desde que nacieron; o los otros, sueños dormidos, esperanzas dormidas...


                  


Gente que se inventa, todos los días, pedacitos de historias, juegos, para continuar atrapando la risa, que ayuda a sobrevivir a esta ciudad.  


      



                            




15/9/08

carbonero en Guanahacabibes
















Cando no es amigo de las palabras, porque el mucho hablar se presta para el mucho inventar. Y Cándido Cervera no es un hombre que carga con mentiras. Prefiere cargar sacos de carbón, después de que él mismo haya levantado la pira del horno, lo haya hecho arder, cuidándolo desde el alba hasta el amanecer, rastrillando el carbón en plena madrugada, que es cuando se trabaja mejor, a la luz de los mecheros humeantes, el canto insaciable de los mosquitos y el saludo irreverente de los jejenes que se esconden en la madera húmeda.















Sus hijos, como otros muchos en esta zona pinareña, no comparten con él su amor por este trabajo. Es demasiado duro este duelo con la naturaleza.














Pero Cando se enamoró hace casi 50 años, cuando era un niño al igual que sus 7 hermanos y su padre los llevaba a armar el horno, a cuidar de él como se cuida a un cachorro frágil, tierno y fiero.


Quizá sea por eso que Cándido es todavía un hombre de monte, emprendedor como su abuelo mallorquín y, como él, carbonero hasta que la vida lo decida.










30/7/08

un cuento: Culpa


Mi boca tiene sabor a perro muerto. No puedo asegurar si es desde siempre o desde hace solo una semana. No sé si es solo hoy cuando mastico el aire y la saliva me recuerda las piernas abiertas de un perro inerte.
Los perros no ladran cuando no están vivos; por eso es inservible este mal sabor. No puedo ladrar, gruñir, morder. Solo levanto un pie, luego el otro (la rodilla cruje) para subir las escaleras.
El cuerpo me pide volver atrás, encerrarme en mi cuarto, clausurar las ventanas, la puerta, para no escuchar sonidos de afuera, no salir. Podría regresar y echar afuera el TV con sus 4 monocanales. Patear el radio. Taponear mis oídos para siempre. Pero debo continuar subiendo las escaleras, tocando a las puertas, entregando estos papelitos ridículos. Pido una firma para que mi jefa crea que hice el trabajo. Trato de no mirar la cara de asco de la muchacha cuando abro mi boca. Hueles a perro muerto, piensa, y apenas mira el papelito mal redactado en el que se le ruega que se presente en el Banco a saldar su deuda. (La casa, el TV, el refrigerador). El perro muerto que se oculta en mi boca quisiera estar vivo para morder a la muchacha, que no ose pensar que es mejor que yo porque no siente en ella mi olor. Ella y todas las demás huelen a carneros con vientres hinchados. Sus maridos huelen a corral de cerdos. Pero solo sienten el olor que llevo yo. El de mi boca. Y quisiera no tener que hablar.
El perro me espera a la entrada del edificio.
Obediente.
Lo encontré hace una semana y cuando le pregunté si tenía dueño, caminó hacia atrás escondiendo la cola entre las patas. Le asustó mi olor a muerte.
La cabeza del perro me recuerda los martillos de los aborígenes.
Lo traigo conmigo para entrenarlo.
Cruzamos la calle.
Un niño de ojos azules pasa junto a nosotros. Va pedaleando en su bicicleta pequeña y brillante. Es un niño hermoso y solo mira al cielo. No repara en el perro ni en mí. Quizá más tarde, cuando los niños más grandes salgan de la escuela, este niño hermoso tenga una turba detrás reclamando una vuelta en su bicicleta.
Pero él, por ahora, solo mira al cielo.
Creo que, con el tiempo, el perro se acostumbrará a mi olor. Estoy segura de que ya no podré hacer nada por sacar la muerte de mi boca, por sacar estos deseos de tapiar las ventanas. No escuchar. Cada día lo entreno. No le doy de comer. Solo agua.
Ahora lo obligo a subir las escaleras y a que se quede quieto mientras me abren la puerta. El hombre mira al perro cuando yo abro la boca para decir que vengo del Banco. Ese perro está a punto de morir, piensa, y chasquea la lengua para que se aleje de su puerta.
-¿Viste? Lo hemos engañado, le digo al perro mientras cruzamos la calle.
El niño de la bicicleta azul pedalea con su pensamiento en el cielo. De su bolsillo se escurre un caramelo. Mi perro ansía comerlo. No se lo permito, el niño podría usar a mi perro a su favor.
Esta vez el perro me mira con odio. Sé que odia mis ademanes, las órdenes que lo obligan a ejercitar su mandíbula. Odia mi voz. Mi aliento que le recuerda su propia muerte. Quizá odie al niño que algún día conocerá lo que está debajo del cielo.
Yo no odio. Solo tengo este hedor insoportable y los deseos de no escuchar, no moverme. No hablar.
Llegamos a un rincón apartado, preludio de un basurero. Dejo libre el cuello de mi perro y me tiendo en la tierra. Miro al cielo, no hay nubes.
-Es hora de que te alimentes.
Él obedece con rabia y júbilo. No reconozco esos sentimientos, solo sus mordidas y el olor de su saliva y mi sangre convirtiéndose en un mismo líquido. Le agradezco. Es bueno no tener que hablar.

Sepultura y La Habana



El segundo sábado de julio, lluvioso como si fuese domingo, Sepultura envolvió a La Habana con pura energía brasileña. Y no con samba, que ya sabemos todos de lo que va este grupo integrado por Andreas Kisser, Derrick Green, Igor Cavalera y Paulo Junior (el más antiguo de sus integrantes).

Confieso que nunca he sido amante de esta clase de rock, pero como varios de los casi 90 mil asistentes, no quise perderme el espectáculo que ofrecerían estos músicos a no dudar talentosos.
Al inicio casi sufro un infarto por la potencia de las bocinas junto a las que me vi forzada a detenerme para hacer las fotos (aunque la potencia de la música no se repartió de igual modo por el resto de la Tribuna Antimperialista). Pero no había terminado el primer tema y ya no podía evitar mover mi cabeza en un Síiiiii repetido con la mayor de las insistencias.








Más tarde el asunto fue otro, dónde ocultarnos en el caso extremo de que el entusiasta público derribara las cercas de seguridad para estar más cerca de sus ídolos musicales. No sería la primera vez que los habaneros derribaran cercas, puertas de cristal o lo que se interpusiera entre ellos y el deseado concierto, obra de teatro o película del Festival de Cine Latinoamericano. Pero la esperada avalancha nunca llegó, a no ser en forma de persistente aguacero, que hizo "trashear" a Green una simpática versión de Cantando bajo la LLuvia.





A esas alturas hubiese querido cambiar mi profesión de fotorreportera por la de sencilla visitante a la Tribuna. Guardar mi cámara en la inexistente mochila y lanzarme a saltar junto a los rockeros cubanos que tuvieron la "oportunidad" de estar más cerca al escenario. Pero como no llevé mochila y padezco de la obsesión por el lente...toda la energía provocada por esta banda la dediqué a estas fotos...