19/9/08

amando a la habana


El amor a La Habana es un sentimiento que, me atrevería a asegurar, comparte la totalidad de los cubanos e, incluso, muchos que no lo son.


                       

                                                                   
La ciudad es casi un mito para quienes aún no la conocen, un extraño recuerdo para quienes han decidido bañarse de sol y encontraron misteriosas luces, ajenas al luminoso cielo del Caribe.                 

Si se tiene la suerte de nacer en ella, de vivirla, resulta casi una agonía cuando – por diferentes motivos – no podemos caminar bajo sus balcones, entre las maternales columnas, admirando la sinfonía de estilos arquitectónicos - sepamos reconocerlos o no.







¿Y cuál es el mejor sitio para sentarnos a olvidar lo duro del día, para hacer planes, soñar, raptar la única brisa que salpica el litoral, y hasta para besar a alguien por primera vez? Sí, ya sabemos que San Cristóbal sería otra sin el mar y su muro guardián.


                                                   


Pero también sería otra La Habana sin esa gente que viene de todos los sitios del país dando un pasito más para acercarse a sus sueños, esos sueños que han ido alimentando desde que nacieron; o los otros, sueños dormidos, esperanzas dormidas...


                  


Gente que se inventa, todos los días, pedacitos de historias, juegos, para continuar atrapando la risa, que ayuda a sobrevivir a esta ciudad.  


      



                            




15/9/08

carbonero en Guanahacabibes
















Cando no es amigo de las palabras, porque el mucho hablar se presta para el mucho inventar. Y Cándido Cervera no es un hombre que carga con mentiras. Prefiere cargar sacos de carbón, después de que él mismo haya levantado la pira del horno, lo haya hecho arder, cuidándolo desde el alba hasta el amanecer, rastrillando el carbón en plena madrugada, que es cuando se trabaja mejor, a la luz de los mecheros humeantes, el canto insaciable de los mosquitos y el saludo irreverente de los jejenes que se esconden en la madera húmeda.















Sus hijos, como otros muchos en esta zona pinareña, no comparten con él su amor por este trabajo. Es demasiado duro este duelo con la naturaleza.














Pero Cando se enamoró hace casi 50 años, cuando era un niño al igual que sus 7 hermanos y su padre los llevaba a armar el horno, a cuidar de él como se cuida a un cachorro frágil, tierno y fiero.


Quizá sea por eso que Cándido es todavía un hombre de monte, emprendedor como su abuelo mallorquín y, como él, carbonero hasta que la vida lo decida.